Siento que huele a ti


A pesar de todo el tiempo que ha pasado, hoy, poco antes de volver a verte, me vuelvo a preguntar ¿Cómo será está vez? , pero con otros matices, rejuvenecida y con la torre Eiffel de fondo.
Y es que...
Me muero de ganas de
apachurrarte fuerte,

Y sé que
Recibiré
un par de besos como punto de partida de otra tarde de las nuestras,
Y que
Me dejarás en el corazón el
recuerdo de una melancólica complicidad.

(¿A qué sabrán las cañas de Paris contigo?)

El Sueño de Adela

No tenía mas que hacer un pequeño esfuerzo, quizás el último, y dejarse salvar, y sin embargo murió besándole en los labios en agradecimiento a toda una vida juntos, pero Adela, que no estaba acostumbrada a ser el centro de atención, se marchó a un lugar no se sabe si mejor, aunque sí más lejos, y dejando tras ella tantas preguntas como silencios.
Adela acató y obedeció a lo largo de sus cincuenta y seis años, y ni siquiera llegado el momento de ser madre se atrevió a imponerse. Podría haberle dado un cambio decisivo a su vida, pero le pareció que no sería más que una venganza hacia los seres equivocados. Viéndolo de este modo puede hasta fuera demasiado permisiva con ellos, demasiado ilusa creyendo que ellos la entenderían y cambiarían de actitud. Con el paso de los años no sólo se le fue encogiendo el alma ante unos hijos feroces si no que se quedó sin oportunidad alguna de levantar la voz y decir "NO".
Puede decirse que nació así, que la primera célula de vida de Adela fue concebida para traer al mundo a una niña capaz de complacer al resto del mundo, inhabilitada para anteponer sus preferencias, sus gustos, insensible ante algo que es tan normal para nosotros como el deseo, la ansiedad, el egoísmo, la satisfacción de hacer lo que uno quiere. Éso nunca lo conoció Adela, jamás se lanzó al vacío (ni a ninguna otra parte) y tampoco se puede decir que fuera una mujer de miedos, si no mas bien de temores. Pasó de niña a esposa, siempre carcomida por el hablar de los otros, la opinión aplastante del mundo que la rodeaba, lo que ella erróneamente llamaba "respeto hacia los demás" sin querer entender que ella también tenía derecho a decidir, a dejarse embaucar por el mar sin remordimiento alguno.
Las cosas salieron según lo previsto, nada alteró su camino de hija servidora, esposa ejemplar y, buena madre teniendo en cuenta que a sus hijos nunca les faltó de nada. Hizo en cada momento lo que se esperaba de ella, jamás se negó, convencida y frustrada a la vez de saber que jamás lo haría.
Adela se dejaba la vida en la cocina, y sus hijos no lo sabían pero lo que le daba fuerzas a esta silenciosa mujer eran los escasos besos sólo recibidos por el aumento de la paga del fin de semana, por ser cubiertos ante su padre cuando llegaban borrachos a casa o por planchar en tiempo record las camisas. Aceptaba en la sombra las decisiones de su marido, tenía de sobra asumido que su papel no estaba entre las facturas, si no entre los olores dulces e intensos de algún sentimiento reprimido que se cocinaba a fuego lento. Adela y su radio, en la cocina, así se pasaban los días, los años...la memoria.
A pesar de todo hay que decir que la vida que llevaba era confortable, no tan feliz como en los cuentos que le había leído su abuela de niña, pero su marido la apreciaba, le daba todo lo que creía que ella podía necesitar, pues Adela nunca pidió y mucho menos reclamó. Francisco quería de corazón que la mujer callada que se acostaba al lado derecho de la cama lo siguiera haciendo el resto de su vida, de hecho la necesitaba hasta puntos insospechados, dudosamente podría sobrevivir más de dos días sin sus recetas, sin su sonrisa siempre amable, sin la perfecta esposa que, por definición, era Adela. Nunca se lo dijo, le parecía que ella ya lo debía saber, no sabía porqué, quizás porque ella siempre entendió lo que querían los otros, y el la quería, y confiaba en que ella lo supiera, sólo que nunca lo llegó a pronunciar.
Puede que nadie excepto ella misma tuviera la culpa, por no haber dicho nunca lo que quería, porque querer quería a pesar de que sus deseos nunca afloraron a sus labios. Si había una cosa que siempre quiso hacer fue levantarse bien temprano y coger un tren a ninguna parte y alejarse por un día de aquella casa de muñecas producto de su propio esmero y financiado a partir del ascenso de su prometido a Capitán General. Un día sola. Nada más. Nadie más. Era lo más parecido a un sueño que tenía Adela. Pero su deber era quedarse en la casa, vigilando que todo siguiera según los valores morales que se le habían inculcado y en los que no estaba muy segura de si creía... Entonces se imaginaba a una nueva Adela, desconocida en la ciudad, que se marchaba quién sabe si cerca o lejos, a donde fuera, pero ella sola. Dejar a sus niños en el colegio, hacer las compras y colgar el delantal, que aunque tuviera quien pudiera hacérselo prefería hacerlo ella misma. Dirigirse temblorosa a la estación de autobuses con la sensación de quien hace algo malo y no confiesa guardando el secreto hasta el último de sus días. Adela se marchaba, lo dejaba todo.
A decir verdad, ya había perdido la cuenta de todas las noches que se había quedado dormida, a lo largo de los últimos treinta años, imaginando su huida. Y es verdad que a la mañana siguiente se sentía culpable (¿qué clase de madre abandona a sus hijos?), pero el peso de la libertad que nunca tuvo la perseguía noche tras noche. Sus niños nacieron, crecieron y creyeron ser demasiado mayores como aceptar órdenes de nadie y mucho menos para pararse a escuchar a una vieja... Se le hacía tarde a Adela para llegar al tren. Y Ahí estaba, con una vida tan perfecta como absurda que le esperaba a las siete de la mañana, hasta las tres y media, hora en la que ya se veía de nuevo montaba en el tren. Con un escenario tantas veces imaginado y sentido que podría describirlo en forma de poesía en su propia piel. No sabía hacia dónde se dirigía pero sí que los asientos parecían aún por estrenar, de un verde esperanzador, dignos de una emperatriz. Acabados de madera y tapizados creados por una mujer que sólo en sueños era dueña de sí misma. Y nadie, ni en los asientos ni en los pasillos, que pudiera reconocerla y saber de su plan de pasar un día lejos, en cualquier parte donde no tuviera que cocinar excepto por gusto, de pasear por las calles de su ciudad (en sueños desierta), por unas horas al menos, hasta que algún quehacer la llamara o hasta que sonaba el despertador.
El día que Adela viajó en el tren de lo desconocido fue precisamente el día en el que ninguna alarma sonó, no la que la despertaba para el día a día que ella había imaginado, si no la que avisaba a la enfermera que era la hora del primer suero. En coma desde hacía casi siete años, Adela cosía sus recuerdos como podía con el hilo de vida que le quedaba corriendo por sus venas, aquellos que le permitían respirar y, fundamentalmente, imaginar lo que hizo la última mañana en la que tuvo los ojos abiertos. Éso era lo que la mantenía fuera de las listas de decesos de Bilbao, sus ganas de recordar. En estos siete años Adela había dejado de preguntarse y por supuesto de comprender. Y le parecíó que en esa cama tampoco debía estar, y éso lo supieron los labios de su marido, que llegaron corriendo tras el tren de Adela. Pero ella estaba lista, su viaje acababa de empezar.